sábado, 28 de diciembre de 2013

Taxista por correspondencia

La mano de una señora se desramó de la bolsa de manigueta, no lejos de La Betania.
 - Reina, ¿adónde la llevo?
Cerca de la Plaza del 48. Carranza arrancó de nuevo, al norte, le bajó a la radio y pensó en comprarle el 84 al chancero más cercano. La luz cambió, retomó el volante y avanzó hacia la rotonda de la Hispanidad.
Tenía puesto al Porcionzón, más por inercia y gregarismo que por gusto, cabía decir. Ser detective no sonaba tan mal hace 30 años, pero con desde los noventa empezó a sospechar que había cometido un pequeño error. Ya no se llaman detectives, se llaman agentes, para empezar. Todavía si me hubiera metido de policía, pero no, había querido empezar solo.
 Y tuvo su prestigio, un cuarto de paredes de madera le hacía de oficina, cerca de La Dolorosa, adornada con reportajes de La Nación y de la Extra. Y en un perchero tenía un sombrero lo más parecido posible al de Dick Tracy, pero nunca lo usó.
Todavía recordaba con algún pesar la vez que su hijo le contó que en la escuela la maestra le preguntó que hacía su papá. No fue que sucediera algo grave, sino que parecía amoscado al contarles y lo recordaba cada que por la calle veía a un papá loco, que por suerte para él, o no hay tantos padres soñadores o rara vez pueden conservar su rol de papá.
Llegaban sin mayor problema, algo no habitual para la hora.
Con los años comenzó a pagar cada vez más caro vivir en un lugar tan pequeño (el "caserío monte adentro" que dicen por ahí) donde ya no podía seguir a alguien sin exponerse tanto. Luego las leyes que minaron el romanticismo del oficio, que por lo demás era tan oficio como ser ebanista; aunque después eso del Internet fue el clavo final. Ni la aprendió a usar.
Habría de anotar que siempre lo saboteó la timidez al momento de los informes. El oficio ahora le servía para defenderse de sus clientes y todavía lo ejercitaba para saber cómo reaccionar. Más de una vez le sacó de apuros. Pero a quién le iba a interesar que uno de esos cursos de correspondencia le había servido tanto.
La señora no traía un arete, lo habría perdido; Carranza no supo cómo decírselo al final, después de cobrarle el viaje.