
La Uruca siempre me recordará el guevazo que me dio otro niño con el palo de reventar la piñata, justo cuando decidí tirarme, animado por los gritos de mi tío. Cuesta de Moras aún huele a pan horneado y a la revista Tambor que perdí en el bus, nueva, sin abrir, la única que tuve y quizás la mayor tristeza de mi vida contando todo lo que se puede llorar a los ocho años. Mi mamá, de piedra, no me habló en todo el regreso.
El chamaco me dio justo en la cabeza, quedé en el piso llorando y de la piñata me sacaron las mamás de los otros. Mientras me daban agua y escandalizaban la chichota de rigor, una de ellas lo dijo. Vieja cabrona, vieja hija de puta, todavía me repito eso cuando hay que resignarse.
Luego, por si acaso me enamoré de puras mujeres imposibles, aunque eso pudo ser decisión de ellas. De todos modos no hizo falta, el orden de las mujeres no altera el producto.
Revistas, chichotas y viejas. Heridas de esas que dizque nunca cierran.