martes, 29 de mayo de 2012

Nacho, sus clases de yoga

29-5-12

4.20 p.m
Día de vaivenes, visita por librerías de viejo, todas apestosas y casi todas atendidas con desgano y tosquedad; lo que se acumula y por poco explota con la petulancia de una dependiente gringa en una pretenciosa librería de Amón. En las ventanas de Cemaco, donde terminamos por circunstancias, arrecia un temporal espantoso; ni se puede ver al otro lado de la carretera a Desamparados.
Me despido de mis amigos, aún así, tengo que alcanzar la clase de yoga a las 6.30, es el único motivo que me haría salir. Mi parada está cien metros al sur de ahí.

4.26 p.m.
Amaína de golpe el temporal, de suerte, como en las películas, y no tengo problema alguno para cruzar las dos vías de la transversal, una vacía y la otra en una presa que se antoja incómoda y larga. Mala noticia para llegar a la clase mencionada, si antes debo pasar por mi casa, bañarme y naturalmente, ponerme la ropa de rigor.

4.28
No hay caso, es mejor caminar. De todas maneras tengo paraguas y una bolsa de libros apestosos a polvo y años (pero joyas, primeras ediciones ticas y olvidados). Muy poético, como comercial de cigarrillos Free.

4.35
Caminando alcanzo uno, dos, tres buses, todos por pista. La lluvia ha desaparecido por aire y me aborda un optimismo ingenuo; sudo bienestar y sé que aumentará al llegar a clases, caminando la presa, que ya se extiende por kilómetros, podría decirse. Algo pasó, no es normal

4.36
Algo pasa, un poste caído, un efecto dominó, un tráiler en el punto más sensible y los oficiales de tránsito desviando los autos por Barrio Pinto. Podriamos hablar de horas, no sé. Unos 200 metros entre cables caídos, con miedo de majarlos, y oficiales aparatosos.
Tiene algo de aventura pasar por el centro neurálgico de Zapote a esta hora, tarde encapotada, postes en el suelo y uno por media calle con algunos otros, tiene algo de película postapocalíptica, pero aún no sé que el zombie me va a salir después.

4.52
El Banco Nacional de Costa Rica, casi llegando a Curridabat. Pensé que podía lograrlo hasta la pista pero me alcanza, al fin, uno de los tres buses que había dejado mucho atrás. Sigue sin ser tarde, corro lo necesario, pago y subo, sardinas en vapor por la pista. Yo, casi poético, no pienso en la alergia y tampoco en el roce de este pantalón de mezclilla, poco apto para caminatas.


5.34
Hay una gotera en el bus, en el asiento donde al fin logré sentarme. Cosas que pasan, mi humor es tan bueno hoy que podría declarar en un comercial sobre los beneficios de una clase de yoga.
Llueve a borrascones en Cartago y el vaho humano está en su clímax, las aceras inundan las calles, y mis libros ayudando a apestar (curarlos es un arte que apenas manejo), aunque no creo que se note mucho; todos atentos hacia el momento, desde mucho antes que yo, de al fin bajarse de este bus de Lumaca, que, de paso, significa caracol en italiano, cosas curiosas.

5.36
El chofer, hay que notarlo y premiarlo cuando se trata de esta empresa, busca un tramo donde la cuneta no esté desbordada y nos lanzamos sin civismo hacia afuera. No tengo tiempo de abrir mi paraguas por el empujón del de atrás, y de un brinco doy en un charco de la acera. Tenis jaitec, remendadas ya, una decisión mañanera que empiezo a agradecerme.

5.58
Es un hecho comprobado que la velocidad de movimiento se reduce, como efecto forzoso, con la lluvia. El vendaval está vencido cuando llego a casa, pese a mis jaitec al fin un poco inundadas, y el pantalón sopa. El paraguas que con aire casi paternal me prestó un amigo—con un vistoso logo de una empresa amarillista— cumplió su labor con creces y estoy sobrado de tiempo para llegar.

6.07
Tengo que devolver, a punto de entrar a la boca, un bocado de lo que había cocinado en la mañana. La orden es estricta, no comer dos horas antes. Baño, cambio y en un par de minutos estaré ahí.

6.21
Me tardé por no encontrar un pantalón adecuado. Me pregunto si harán yogapants para hombres, porque parece, uno diría, que la estética de esta práctica solo se ocupa de las mujeres. No es novedad en estéticas, pero de esta línea no sé nada. Ya voy tarde, no encuentro las llaves, en la prisa las tiré por cualquier parte, acá están, salir.

6.25
Al menos ya no llueve. Un taxi, como si fuera poco —ya nadie me creería a estas alturas— el chofer es casi un colegial y simplemente no entiende la dirección: “A aquel lugar, del Asís”. “Adónde, al bar Asís?”. Perdemos algo de tiempo, ganamos mucha tensión, mientras renuncio a explicarle por referencias y le doy la dirección poco a poco.


6.31
Esta vez soy yo el del aire paternal, “ves, ese chante se llama Aquel Lugar; en Churuca hay otro”. Le pago con propina —está amoscado el joven—y solo entonces me pregunto si la clase está tan llena como pensaba, porque siempre la timidez me aflora en estos casos.
Algunas personas parece que vamos dando tumbos en las cosas, tenemos ese signo, es como si siempre estuviéramos en el peor lugar, en el peor momento. Con los años me fue saliendo alguna forma de expresión.


6. 32
Hay algunos autos afuera y tres mujeres conversando en la escalera, dos sentadas y una de pie. Parece que ya empezó la clase y ellas acaban de salir. Reconozco el carrito verde que tanta buena vibra me da.
Llueve otra vez, o, mejor dicho, acá llueve. Admito que me pongo más tímido con los grupos grandes, ya he averiguado el paulatino origen después de mucho maquinar, me falta aplicarle algún método Jodorowsky para conjurarlo. De momento, siempre tengo la sensación de estorbar y mientras tanto hago tremendos esfuerzos para integrarme.

6.33
Doy una vuelta, pensando qué hacer, pero me echo porras y decido subir a prisa. Cruzo el umbral, doy las buenas tardes y trato de pasar entre las mujeres lo más rápido posible, para no molestar. Dos me saludan y la otra me detiene con un sonoro tono de  suficiencia, como si fuera un indigente inofensivo entrando en una sala; tan imprevisto que estoy por perder el equilibrio al detenerme de golpe en el escalón, pequeño y estrecho. La miro.
La señora, creo reconocerla, es la misma que el otro día se presentó como la asistente; el típico estudiante aventajado que brinca para nivelarse al profesor. Sigue con un tono de mamá pedante con el amigo moquiento del hijito, me pregunta que a cuál clase voy, si a la de pilates (la que empezó una hora antes, la pregunta es tan obvia y prepotente que hago un prodigio para aceptarla con naturalidad).
Le digo que no, que a la de yoga y esbozo una media sonrisa¸ las otras dos mujeres me miran, es un segundo de silencio que se me hace eterno, el spotlight  en mi carota.
Sigue con el tono de perdonavidas de un guarda en puerta de discoteca, con la mirada seca de una profesora escolar a regañadientes y me recuerda que la clase de antes no ha terminado y que ya va a comenzar la nuestra, que debo esperar.
Lo peor es el tono, golpeado, muy propio de ciertos asistentes, de ciertos apropiados y de todas las medianías agrandadas, rematado con un arrogante “pérese” y la palma de la mano en vertical. Eso es un balde de agua fría, no sé a qué horas cometí una imprudencia, no sé a qué horas cruzé un espacio, es tan gratuito e inesperado que obedecí y bajé.
Este es el punto donde decido dar marcha atrás.
“Me encanta su trato, muy amable” alcanzo a decirle, pero no sé si escuchó.
Con lo fácil que resulta ser amable, decir las cosas con cordialidad. Me pregunto si seré un iluso por creer esto. Y a fin de cuentas es lo mínimo que uno espera de un practicante de la luz. Será que en esto también hay gente que lo puede realizar por años superficialmente, el mundo está lleno de personas posadoras.

6.34
Usualmente es el momento en que me desborda la indignación, pero con los años me lo empiezo a tomar mejor. Una repugnancia tan sonora y gratuita es algo para terminar por explotar con el día y ahora me basta con una caminata para atemperar; comienzo, pues, a caminar.

6.36
Es una pena no haber reconocido bien a la persona, pudo ser cualquiera, pudo ser alguien ajeno y eso le resta toda validez a alguna queja de servicio al cliente. No importa, de todas maneras ir a chocar no es algo que acostumbre, las cosas se caen por su peso, pero soy intolerante a dos cosas: la lactosa y las repugnancias. Y en un día como hoy, ya hice la cuota del día.
Me hubiera encantado poder confirmarlo, al menos para el registro personal.

6.58
No sé si es mantra, no sé si es un lema, no sé si es una apología o una sentencia; pero me repito lo de siempre: que el bosque no tape al árbol, que el árbol no tape al bosque. Esto por si acaso, por el principio de administración que reza con los empleados de piso reflejan las actitudes y políticas internas de las cabezas; algo sin fuero cuando no sé siquiera quién me dijo las cosas; mi falta de memoria para los rostros es producto del desagaste y/o de la timidez.


7.47
Salgo de un supermercado, donde terminó mi caminata; hice las compras habituales para la semana, pensando que a lo mejor esta práctica me ha ayudado a tomar las cosas mejor —aunque sigo pensando que los malos tonos y las repugnancias están demasiado desvaloradas como factor de estrés y quedan a menudo impunes— pero hay cosas que deben decirse, explicaciones que deben darse.
Y hay formas de luchas contra la intangibilidad.
Si es por eso, o por la edad ya, es algo que me tomará tiempo en confirmar; si me vuelvo a poner irascible, si era la práctica, si sigo tranquilo, era la edad.
Llevo refrescos, ensaladas.

7.55
Pensando en gimnasios, tengo uno a 100 metros y siempre lo olvido. Llego a casa, acomodo las cosas, me sirvo un plato excesivo de lo que había dejado botado una hora atrás.


8.09
En lugar de trabajar o leer, empiezo a tipear, con la espera de desahogarme y luego no tener que enviar un texto que, de todas maneras, está en indirecto y cuyas horas puede que no sean exactas.

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